Jesús quiere comenzar su obra en esta alma, que es todavía como un diamante sin tallar, apartándola de todo lo que le impide a Él tomar posesión de su corazón, y le dice: "Yo soy el único que merece ser amado. Mira, si tú no quitas ese pequeño mundo que te rodea, o sea, pensamientos de criaturas, imaginaciones, Yo no puedo entrar libremente en tu corazón. Ese murmullo en tu mente es un impedimento para oir más claramente mi voz, para derramar mis gracias en ti y para que te enamores verdaderamente de Mí. Prométeme se toda mía, y Yo mismo pondré manos a la obra. Tú tienes razón en que no puedes nada; pero no temas, Yo haré todo; dame tu voluntad y esto me basta". Es como un indicio de lo que marcará, de ahí en adelante, toda su relación con ella: la voluntad humana debe dejarse moldear por la Divina, para que Ésta obre libremente en la criatura.
Jesús va a estar continuamente observando todas sus acciones, movimientos y deseos. Luisa lo sentía todo el día; la reprendía si pasaba mucho tiempo hablando con la familia de cosas innecesarias, lo que la dejaba algo confundida; la voz interior le decía:
Jesús va a estar continuamente observando todas sus acciones, movimientos y deseos. Luisa lo sentía todo el día; la reprendía si pasaba mucho tiempo hablando con la familia de cosas innecesarias, lo que la dejaba algo confundida; la voz interior le decía:
"Estas pláticas te llenan la mente de cosas que no me pertenecen, te rodean el corazón de polvo, de modo que te hacen sentir débil mi gracia, no más viva. Imítame cuando Yo estaba en la casa de Nazaret: Mi mente no se ocupaba de otra cosa que de la gloria de mi Padre y de la salvación de las almas; de mi boca no salía otra cosa que pláticas santas; con mis palabras trataba de reparar las ofensas hechas a mi Padre, trataba de saetear los corazones y atraerlos a mi Amor, y primeramente, a mi Madre y a San José. En una palabra, todo hablaba de Dios, todo se obraba para Dios y todo se refería a Él. ¿Por qué no puedes hacer tú lo mismo?"
Le reclamaba también sobre el amor que ella decía que le tenía, pues todavía veía en ella afectos y apegos hacia las personas. Luisa lloraba amargamente con el corazón destrozado, esforzándose como podía por complacer a Jesús, tratando de estar sola, pidiéndole su ayuda y su gracia, sabiendo que por ella misma sólo podía obrar el mal. Pero un día, después de haber comulgado, Jesús le dió una luz tan clara sobre el amor tan grande que le tenía y sobre la volubilidad e inconstancia de las criaturas, que su corazón quedó tan convencido que de ahí en adelante sus apegos y afectos particulares hacia las criaturas terminaron. Escribe Luisa: "Me enseñó el modo de amar a las personas sin separarme de Él, esto es, viendo a las criaturas como imágenes de Dios; de manera que si yo recibía de las criaturas el bien, debía pensar que sólo Dios era el primer autor de ese bien, y que se servía de ellas para dármelo; entonces mi corazón se unía más a Dios. Y si recibía mortificaciones de ellas, debía verlas también como instrumentos en manos de Dios para mi santificación. Así, mi corazón no quedaba resentido con mi prójimo... Mi corazón adquirió una libertad tal, que no lo sé explicar".