Con la ayuda de la gracia divina, Luisa comienza a verse en su realidad de criatura, se siente como la más mala y pecadora de todos, y busca anonadarse hasta el punto de sentir todo su ser aniquilado, deshecho, incapaz de hacer nada por sí misma, reconociendo que si Jesús no la sostenía, no podía dar ni un solo paso. Ella lo describr así: "Me veía tan mala que sentía vergüenza de presentarme ante las personas, sabiéndome la más fea, como en realidad todavía lo soy; entonces las reuía lo más que podía y me decía a mí misma: Oh, si supieran cuán mala soy, y si pudieran ver las gracias que el Señor me está haciendo -de las que a nadie decía nada-, y que soy siempre la misma, ¡cuánto horror me tendrían! Entonces, cuando a la siguiente mañana iba a comulgar, me parecía que al venir Jesús a mí, hacía fiesta por el gozo que sentía al verme tan anonadada. Me decía otras cosas sobre el anonadamiento de mí misma, pero siempre de manera diferente a la anterior. ¡Oh, Divino Maestro, cuán sabio eres! ¡Si al menos te hubiera correspondido!"
Comienza entonces un período de transformación, en el que Jesús le muestra cuánto daño le ha hecho el pecado y la necesidad de la mortificación para doblegar su voluntad, y Luisa debe confiar más en su misericordia, en su perdón, sin acordarse de sus faltas ya confesadas y perdonadas.
Jesús le muestra la fealdad del pecado
En el camino de perfección por el cual Jesús quiere conducir a Luisa, es necesario conocer la propia debilidad y la inclinación al pecado, consecuencias de la herida que el pecado original ha dejado en la naturaleza humana, aun después del bautismo. El pecado, entonces, es una realidad que Luisa debe afrontar, viendo su fealdad, la ofensa que se le hace a Dios pecando, y esto le ocasiona mucho dolor, pues se ve miserable ante al amor tan grande que el Señor le demuestra.
Jesús le hace ver a Luisa la fealdad del pecado y el daño que éste le ha causado a su alma. Luisa escribe en el primer volumen: "Recuerdo que una mañana Jesús me dijo que por falta de humildad, había cometido muchos pecados, y que si yo hubiera sido humilde, me habría mantenido más cercana a El y no habría hecho tanto mal. Me hizo comprender qué feo era el pecado, la afrenta que este miserable gusanillo le había hecho a Jesucristo, la horrenda ingratitud, la enorme impiedad, el daño que había causado a mi alma. Me quedé tan consternada que no sabía qué hacer para reparar. Hacía algunas mortificaciones, pedía otras al confesor, pero me eran concedidas pocas. Entonces todo me parecía sombras de reparación y mortificación, y sólo pensaba en mis pecados, pero siempre más estrechada a El. Tenía tal temor de alejarme de El y actuar peor que antes, que yo misma no sé explicarlo. Le pedía perdón, le agradecía lo bueno que había sido conmigo y le decía de corazón: "Mira, oh Señor, el tiempo que he perdido mientras que había podido amarte". Y no sabía decirle otra cosa que el grave mal que había cometido. Hasta que un día, reprendiéndome, me dijo: "No quiero que pienses más en esto. Cuando un alma se ha humillado y está convencida de haber hecho mal, ha lavado su alma en el sacramento de la confesión y está dispuesta a morir antes que ofenderme, entonces es una afrenta a mi misericordia, un impedimento para estrecharla a mi amor, si ella busca con su mente envolverse en el fango pasado; así, impide que le haga tomar el vuelo hacia el cielo, porque siempre con esos pensamientos queda encerrada en sí misma. Además, mira, Yo no recuerdo ya nada, lo he olvidado totalmente. ¿O acaso ves alguna sombra de rencor de parte mía?" Y yo le decía: "No, Señor, eres muy bueno."
De ahí en adelante Luisa hacía todo lo que podía para contentar a Jesús y le pedía le enseñara lo que debía hacer para reparar el tiempo pasado.